miércoles, 13 de marzo de 2013
David Copperfield
Salem House era un gran edificio cuadrado, de aspecto triste y desmantelado. Estaba todo tan silencioso, que no pude menos que preguntar a mi acompañante, que según supe después se llamaba Mell, dónde estaban los demás muchachos.
Se sorprendió de que yo no supiera que era tiempo de vacaciones, que el director, Creakle, estaba en un puerto de mar con mistress Creakle y miss Creakle, y que los alumnos se hallaban en sus casas; pero que a mí me habían llevado en aquella ocasión como castigo por mi conducta.
Llegamos a la habitación donde se daban las clases, que me pareció el lugar más desolado y abandonado que he visto jamás. Aún me parece estar viéndolo. Una sala muy grande con tres largas filas de bancos y mesas y una serie de perchas para los sombreros, y las pizarras a lo largo de las paredes. Sobre el suelo aparecían en revuelta confusión trozos de pajaritas de papel hechas con los mismos materiales. Dos ratoncillos blancos, abandonados allí por su amo, recorrían una jaula en todas direcciones, y un pajarito que no cantaba saltaba en la suya, muy reducida por cierto, piando con insistente afán. […]
Mell subió a su habitación, dejándome solo, y yo aproveché para acercarme a la
mesa del maestro y examinar los papeles que la cubrían. Entre ellos hallé una chapa de metal, en la que se habían grabado estas palabras: «Tened cuidado con él, que muerde».
Temeroso de que hubiera un enorme perro debajo de la mesa, salté sobre ella, pero, aunque miré muy bien por todas partes, no hallé nada de particular. Cuando entró el maestro, me preguntó por qué me había subido allí.
—¡Dispénseme; pero estoy buscando al perro!
—¿Perro? ¿Qué perro?
—Ese de quien hay que precaverse porque muerde.
—Ese no es un perro, Copperfield —me dijo Mell con seriedad—, es un niño. Me han dado orden de que te coloque esa placa en la espalda y, aunque siento mucho empezar de ese modo, tengo que hacerlo.
Y hablando así, me bajó de la mesa y me ató la placa en la espalda, teniendo desde entonces la desdicha de llevarla conmigo a donde quiera que fuese. […]
En el jardín había una puerta vieja, donde todos los alumnos habían estampado sus nombres, y cuantas veces pasaba por allí me fijaba en ellos, pensaba que pronto leerían mi placa, y temía que llegara el término de las vacaciones y empezaran las clases.
Había uno, un tal J. Steerforth, que había grabado allí su nombre varias veces con bastante profundidad, y yo abrigaba la seguridad de que leería mi placa en tono altanero y mordaz, y que después me tiraría del cabello. Había otro, Tommy Traddles, que se burlaría pretendiendo que se asustaba de mí, y un tercero, Georges Demple, gritaría la frase maldita. Asustado y tembloroso miraba aquella puerta, cuyos cuarenta y cinco nombres parecían gritar a una, cada cual en su tono: «¡Tened cuidado con él, que muerde!».
Charles DICKENS
David Copperfield, Juventud
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